sábado, 8 de septiembre de 2012

La estafa democrática o la otra cara de la libertad

 
No es fácil respetar esta democracia, sobre todo con bacilos tan perniciosos como los de esa casta que la emprenden contra Alerta Digital sólo porque no bailamos al son de su misma música. Una auténtica democracia sólo puede ser posible sobre la base del compromiso a la tradición de un país y de una recta concepción de las personas, reducidas en España al mero papel de figurantes en los fraudulentos procesos electorales.

La democracia no es una concepción de la vida ajena a los valores, que son fundamentales y globales, incluidos el de la cultura y la identidad de los habitantes de un Estado. Cuando esos valores se desintegran, la propia democracia entra en una profunda crisis de identidad. La Constitución de 1.978, a diferencia de la norteamericana, se edificó sobre valores que fueron negociados y otros aún más genuinos que simplemente han sido desde entonces ignorados o relegados.

Una auténtica democracia, como la que el PP no quiere defender, es sobre todo el fruto de una aceptación convencida de valores tan innegociables como la dignidad de los naturales del país, el respeto de los derechos de cada español a proclamar y defender su identidad, la asunción del “bien común” como fin y criterio regulador de la vida política. Al faltar el consenso general de estos valores entre la casta dirigente, España ha perdido el significado de la democracia y se llega incluso a comprometer su estabilidad.

También es hora de que unos y otros, en estas horas de derrota nacional, reflexionen sobre algunas lecturas que nos deja el fracaso de este modelo político instaurado con engaños, deslealtades y traiciones en 1978. Se pone cada día más de manifiesto la creciente distancia entre administrados y administradores. Entre las deformaciones del sistema democrático español, la corrupción política es una de las más graves porque traiciona al mismo tiempo los principios de la moral y las normas de la justicia, compromete el correcto funcionamiento del Estado, influye negativamente en la relación entre gobernantes y gobernados e introduce una creciente desconfianza respecto a las instituciones públicas. La corrupción, por desgracia, se ha generalizado sin freno en prácticamente todos los estamentos dependientes del poder político, a tal fin que la política ha sido concebida como un medio de vida y no como un instrumento eficaz de gestión.

Tampoco nuestra democracia ha hallado ni tenido voluntad de encontrar fórmulas que permitan la participación real y efectiva de la sociedad civil en los asuntos que le conciernen. Relegada al papel de mera comparsa, la sociedad civil española ha tenido prácticamente imposible sacar adelante cualquier propuesta o idea si no era a través de los férreos cauces de los partidos tradicionales. Ser todos activos, en la democracia, significa dar un cauce de expresión a las propias facultades y talentos, a la multiplicidad de dones que posee cada ser humano, en grados diversos, sin que la adhesión a un partido o a una consigna termine siendo lo único importante. La democracia no concuerda ni con la tiranía de los partidos ni con la falta de atención de éstos a otras ideas y otros intereses que no sean los que sus líderes y las entidades supranacionales defienden.

Pero de todas las carencias y limitaciones de nuestra democracia, ninguna como la provocada por esa criatura monstruosa, contraria a natura, que está introduciendo en España todos los gérmenes de la fragmentación y el tribalismo. No lo digo yo, el recientemente fallecido Peces-Barbas, padre de la Constitución, también lo reconoció en uno de sus extrañísimos arrebatos de sinceridad: De las autonomías de 1.978 hemos pasado a unas reformas estatutarias caracterizadas por tres principios: improvisación, debilidad del Estado y deseo de unas comunidades de ser más iguales que otras.

La presencia ahora de Bildu en las instituciones avala nuestras dudas. Nunca se debió negociar la apertura para España de un régimen autonómico sin antes haber definido y afirmado del modo más contundente la esfera de las competencias que un Estado soberano no puede negar o compartir sin renegar de su propia esencia. El principio de las autonomías ha sido siempre un poderoso factor de debilitación de los Estados unitarios –unitarismo no quiere decir uniformismo- a base de forzar particularismos internos o limítrofes, aspirantes a una soberanía propia. La Historia lo ha demostrado con ejemplos concluyentes, del que tal vez, el de la antigua Yugoslavia sea el más reciente.

Con la complicidad por acción u omisión de casi todos, incluida la representación de la más alta magistratura de la nación, los ardides independentistas y el enfrentamiento con el Estado no se encubren, llegándose a extremos tan grotescos como el de los virreyes autonómicos desafiando a ese mismo Estado del que emana toda su legimitidad política.

Ante la puesta en cuestión del sistema partitocrático, las voces más dispares en su ideología claman estérilmente. Uno de las razones principales del fracaso democrático en España ha sido el apoyo hipotecado que los nacionalistas han prestado a los distintos gobiernos nacionales para que el interés nacional quedase supeditado al de unos pocos. Sembrar la semilla de la desunión entre las regiones y los hombres de España, despertando en ellos dormidas apetencias o fomentando las nuevas, es una de las más grandes responsabilidades que la casta española asume frente a la Historia.

La consumación de esta gran farsa histórica se encuentra privada de cualquier derecho, ya que la responsabilidad rechazada es solo la otra cara de la libertad.

0 comentarios:

No utilice acentos en la búsqueda
Búsqueda personalizada