sábado, 7 de agosto de 2010

La Constitución de 1978 (I)

   Así pues, la gestación del texto constitucional distó de ser muy democrática, pero de momento no encontró más escollos que la indignación de AP, resuelta con la escisión del partido. El asunto más escabroso --pero no el único-- fue el de las autonomías, concretado en el Título VIII y en la inclusión del término “nacionalidades”. En palabras de Herrero de Miñón, uno de los ponentes con mayor influencia, “comunistas y, más aún, socialistas, pretendían elaborar una completa nueva planta constitucional en la cual la Jefatura del Estado perdiera sus connotaciones históricas, la parte dogmática supusiera una transformación, cuanto más radical mejor, de la sociedad y la economía y las autonomías correspondieran al principio del federalismo”; en cambio interpretaba la postura de AP como un plan de “reformas parciales de las Leyes fundamentales franquistas” y adición de otras nuevas”; y afirma que UCD acertó “con un término medio: cambiar el Estado, y permitir el cambio social sin cambiar de sociedad ni de Estado” El aserto revela un optimismo exagerado.

    El Título VIII, referido a la organización territorial y en particular a las autonomías, resulta contradictorio, pues pretende por una parte establecer las competencias de las autonomías y las del estado central, y por otra parte vacía estas últimas advirtiendo que las autonomías podrán extender sus competencias (obviamente, a costa de las nacionales), y el estado podrá delegar las suyas. Pese a un afán ordenancista impropio de una Constitución, y a cautelas retóricas, las autonomías, en lugar de delimitarse, quedaron abiertas a una progresión indefinida desde un punto de partida más amplio que en la república, a interpretaciones, incluso al hecho consumado.

     La cuestión fue abordada por los partidos, señala Herrero de Miñón, desde tres enfoques distintos: a) los nacionalistas pretendían un reconocimiento nacional para Cataluña, apoyados por socialistas y comunistas, mientras que los nacionalistas vascos hablaban de “soberanía originaria”; b) los socialistas y comunistas defendían incluso el “derecho de autodeterminación”, es decir, la posible secesión; y c) la UCD y en parte AP pensaban en una “regionalización del Estado”, de inspiración orteguiana.

     Las aspiraciones de los nacionalistas catalanes y vascos no precisan aclaración. Algo más la coincidencia de socialistas y comunistas con ellos. Esa coincidencia era una tradición en el PCE, no así en el PSOE, que siempre había preconizado un centralismo incluso jacobino. El PCE, si bien centralista de hecho, siempre había incluido en su programa la “autodeterminación de las nacionalidades” al estilo leninista, según un modelo extraído de la experiencia de los imperios ruso y austrohúngaro, con nada en común con España. El PSOE de González y Guerra asumió en esto las viejas posturas comunistas, debido a un afán de radicalismo, a su visión negativa de España y a su antifranquismo, ya que el régimen anterior había defendido la unidad nacional.

    Menos esperable era la repentina inclinación autonomista de la derecha, entusiasta en casos como el de Herrero. En buena medida venía de la influencia orteguiana sobre la Falange, en este caso lo que Ortega había llamado “la redención de las provincias”. Según Ortega, España era un “enjambre de pueblos” y nunca se había “vertebrado” estatal y socialmente como era debido. El filósofo representaba un nacionalismo español “regeneracionista”, muy similar a los nacionalismos catalán y vasco por cuanto negaban como nefasta la historia anterior y pensaban tener la receta casi mágica para redimir a los pueblos y elevarlos a la gloria.

     Los análisis históricos y políticos de Ortega no cuentan entre sus mejores obras. Solían ser retóricos y creaban falsos problemas. “Ocurrencias”, las llamaba Azaña que, sin embargo, se parecía mucho a él en su adanismo hacia España y su historia. Ocurrencias a veces disparatadas, pero expuestas en lenguaje un tanto pomposo que seducía a muchos lectores. La política debía ser “una imaginación de grandes empresas en que todos los españoles se sientan con un quehacer”, señaló en su discurso del 30 de julio de 1931 en las Cortes. Azaña, a su turno, propugnaba en Barcelona, el 27 de marzo de 1930, “un Estado dentro del cual podamos vivir todos”, como si en España nunca hubieran vivido, mejor o peor, todos (los españoles, se entiende), como en los demás países europeos. Viendo el pronto desenlace de las “grandes empresas” orteguianas y de ese “Estado” tan especial de Azaña, cabe ponderar la peligrosidad de las grandes frases vacías, a medias exaltadas y a medias frívolas. Una de las ocurrencias de Ortega propugnaba la articulación de España “en nueve o diez grandes comarcas” autónomas, para las cuales “la amplitud en la concesión de self government debe ser extrema, hasta el punto de que resulte más breve enumerar lo que se retiene para la nación que lo que se entrega a la región". De este modo creía poder salvaguardar el principio de la soberanía nacional y contentar, más o menos, a los nacionalistas vascos y catalanes. Su discípulo Julián Marías observaría, en 1978, lo inútil y arriesgado de querer contentar a quienes no se van a contentar.

     Yacía bajo todo ello un serio temor a los separatismos vasco y catalán, pese a no haber supuesto ellos ningún peligro ni amenaza desde hacía cuarenta años. La razón no confesada de ese generalizado descrédito de todo centralismo provenía ante todo de la ETA y su contagio, aun si en mucha menor medida, a Cataluña, Galicia y Canarias. Ya vimos que la ETA era el único movimiento nacionalista que había surgido con algún impulso durante el franquismo, ya muy al final de este y, por las razones ya expuestas, había adquirido una excepcional relevancia política. No debe olvidarse que el terrorismo ha ejercido una profunda influencia corrosiva y corruptora en España, más que en cualquier otro país europeo, ya desde el pistolerismo ácrata de la Restauración, a cuyo derrumbe contribuyó decisivamente; y siempre por las mismas razones: la explotación política de los asesinatos por otros partidos teóricamente moderados.

      De los tres enfoques autonomistas terminaría imponiéndose el de UCD muy hibridado con el de los nacionalistas, dando lugar a un autonomismo funcionalmente similar al federalismo, pero sin delimitación clara. Sobre todo el ministro adjunto para la Regiones, Clavero Arévalo, propugnó la generalización de las autonomías, creyéndola un modo de disolver los separatismos, mientras que Herrero insistía en unos “derechos históricos”, “singularidades históricas” de Cataluña y Vascongadas, que no autorizaban la homogeneidad autonómica. Herrero asimilaba la situación española a la de Gran Bretaña, un verdadero dislate histórico, y llegó a declarar: “La Constitución puede pasar. Ni España, ni Cataluña ni Euskadi pasarán”; igualaba así las tres entidades y recogía el término inventado por Sabino Arana para incluir Navarra y los departamentos vascofranceses. Quizá influyera en tales actitudes el hecho de estar casado con una señora emparentada con dirigentes sabinianos. Suárez, más reticente a las tesis del PNV, pensaba que UCD y PSOE harían la política real en las Vascongadas, ante un radicalismo nacionalista al borde de la ilegalidad.

    Probablemente el enfoque más razonable fuera el propuesto por el nacionalista catalán Roca Junyent en un momento en que, ante las dificultades y diferencias, habló de reducir el texto a unos principios genéricos a desarrollar luego, y restaurar el estatuto de 1932. Pero ello no ocurriría.

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